sábado, 22 de junio de 2013

BAILANDO LOS 50 “GUATEQUEROS”

RETAZOS AUTOBIOGRÁFICOS

(Tirando del fondo del catálogo del recuerdo)






En los años cincuenta la canción española derivó en forma arrolladora al llamado estilo moderno, que no es sino la adopción de ritmos nuevos originales de diferentes países extranjeros. Destacando la soberanía del folklore, que se mantuvo invicto en España durante más de cinco lustros, los contumaces de la canción ligera se entregaron al cultivo de una aberración  musical impuesta por el gusto norteamericano, negroide, italiano, francés, inglés… que salvo contadas excepciones consiste en hermanar chillidos y manoteos a favor de un ritmo, donde los importante es que se preste al bailoteo antes de recrear el oído con una hermosa melodía.
     
 Alvaro Retama: Historia de la canción española



Así estaba el patio musical español cuando los adolescentes coruñeses de mi generación empezamos a ir de guateque, en la segunda mitad de los años cincuenta. Los domingos por la mañana nos poníamos los trajes nuevos y niquelados bailábamos al centro para hacer el recorrido de los vinos por los Olmos y La Estrella. Por la tarde, quedábamos con las chicas en los guateques caseros  que se celebraban bajo la supervisión ocular de algún familiar. Nos poníamos morados, sí, pero de merendar. Hacer manitas era la gloria. Robar un beso, ¡lo máximo!

El tinglado musical estaba montado por los medios de difusión de la época hacia una sola dirección señalada por el rechazo de cualquier injerencia extranjerizante ajena al concepto de hispanidad. Y así andábamos mocitas y mocitos de entonces, hoy llamados adolescentes, ambientando el diario vivir con la banda sonora de boleros, cuplés, canciones mexicanas, algo de Glen Miller, un poco del cha–cha–chá del tren o del tranvía de Santa Marta, y la reconstituyente canción del Cola Cao que, en todo momento, velaba por nuestro desarrollo físico.

La música de la época era uni-generacional y lo que bailaban los padres, lo bailaban los hijos. No quedaba otra… aunque mejor sería decir que no teníamos otra para elegir. Eran momentos coyunturales en los que la copla y la recopla conformaban nuestra folclórica realidad hasta que, con el recién nacido microsurco, se establecen en España nuevas compañías discográficas que traen aires musicales de refresco y empiezan a sonar en los primeros guateques canciones como Picolísima Serenata, Ricordate Marcelino, Torero cha-cha-cha, y cantantes y complessos italianos como Renato Carosone empiezan a incordiar la hegemonía de las figuras españolas de la época como Juanito Segarra, Antonio Machín o Jorge Sepúlveda, quien, al loro de lo nuevo, es de los primeros en versionar los éxitos italianos, aunque el éxito más popular le llegaría con la adaptación de la canción Sixteen Tons – Dieciséis Toneladas–  del norteamericano Tenesse Ernie Ford. Es entonces cuando los jóvenes de aquel entonces sufrimos un encontronazo con una música ajena a nuestros usos y costumbres. Le llamaban rock´n´roll.

 LA TRANSICIÓN: ¡AWOPBOPALOOBOP…!

Espabilados por el despertador del Rock around the clock, le hicimos –aunque fuera a codazos – un hueco a los discos de Bill Haley y Elvis Presley. Con ellos compartimos guateques en las tandas de las rápidas junto con los verbeneros ritmos del mambo, el merengue apambichao y el En Forma de Glenn Miller.

Una transición musical que me cogió en pantalones cortos. Andaba yo por los trece años cuando, después de refregar a conciencia, con unto o tocino, la cara y las extremidades inferiores para que la pelusa cogiera cuerpo y se convirtiera en erecto cañoto capilar como signo externo de hombría, decidí ponerme de largo. Era lo que me faltaba para ser un hombre. Ya me afeitaba y después de dar una achicada al pitillo era capaz de decir "el hombre que sabe fumar echa el humo después de hablar". Tenía fachada y sólo me faltaba el pantalón largo para ser un hombrecito y poder colarme en los cines para ver las películas autorizadas para mayores.


Así que, decidido, solicité a mí madre cambio de formato en las perneras y me encontré con la sorpresa de que tenía que pasar por una etapa de transición marcada por las costumbres: ponerme pantalón bombacho. Me negué en redondo y lo que conseguí fue un pantalón para ir as medras confeccionado en la Sastrería David de la calle Real. Es decir, con un palmo de largo por debajo de las rodillas –lo que hoy se conoce como bermudas –. Lo lucí a regañadientes una buena temporada hasta que llegó mi ansiada puesta de largo.

        “HUYENDO DEL BOMBACHO”: JEANS ON THE ROCK

Además del traje de los domingos, la estrella del vestuario básico de mis 14 ó 15 años eran los jerseys caseros, hechos a golpe de calceta –y en cuya confección participara, siempre resignado, a la hora de hacer los ovillos de lana – y los pantalones vaqueros, símbolos del rock and roll, por los que tuve un conflicto familiar.

Tras mucho insistir, mi madre acabó claudicando ante mis rogativas y me compró un pantalón vaquero… pero, no me sentaba bien. La realidad era que estaban nuevos, no eran ajustados, ni tenían rodilleras y culeras blanqueadas por el uso, como lucían los jóvenes americanos en las películas. Alguien de la pandilla me dio la solución de cómo envejecer  el pantalón vaquero por la vía rápida, y me puse manos a la obra…Me fui a las rocas de Riazor y me metí en una poza con agua del mar con los pantalones puestos. Posteriormente, y sin sacarlos, los tenía que secar al sol mientras frotaba enérgicamente rodillas y culera contra las rocas. En esas estaba cuando la hora de comer se me echó encima y tuve que irme a casa con los pantalones a medio secar y hechos girones.

Al abrirme la puerta mi madre se santiguó ante la visión… Allí estaba yo con el pantalón vaquero empapado y laszonas de fricción rocosa    –rodillas, culo y perneras – maltrechas por el ímpetu dado a la acción de desgaste. Dicho de otra manera: había salido de casa horas antes con un pantalón nuevo del trinque y regresaba con un pantalón que, más que usado, estaba roto.

La desfeita me acarreó un castigo de reclusión domiciliaria durante un par de semanas que, por buena conducta, quedó reducido a tres o cuatro días. Cuando salí a la calle, lo hice presumiendo de mi pantalón vaquero nuevo, no sin escuchar tras de mi las voces adultas que recriminaban mi vestimenta con la frase  de …”a dónde vas con esa pinta… pareces un pordiosero”. Y yo, tan contento.

Tuve que sufrir la incomprensión de los mayores, nada predispuestos a la innovación estética, por querer lucir rápidamente unos pantalones vaqueros gastados. No fue la única vez, ya que volví a experimentar el desgaste rápido con los siguientes vaqueros, a base de lejía, hasta que en el Rastro madrileño me compré unos jeans made in USA de segunda mano que,  complementado con chupa de cuero, colmaron mis ansias  estéticas rockanrroleras.


         Hoy ya salen los pantalones rotos y usados de fábrica. Cuanto más destrozados, más caros.  Es la moda.  Quien me iba a decir que los pantalones línea Cantinflas, con la cintura por debajo de las caderas, de los que tanto nos reíamos  jóvenes y mayores, hoy son vestimenta preferida de la juventud.

 


 

 

 

 

 

 


 

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