“QUÉ TARDE LA DE AQUEL DÍA” : LA PRIMERA VEZ...
Madrid, 2 de julio de
1965
.
Para todo hay una primera vez, un inicio, que solemos inmortalizar a la hora de repasar el listado de
los recuerdos, recuperando aquella primera ocasión con más facilidad al estar
cargada de más emociones que los recuerdos neutrales. Son recuerdos que hemos
guardado en forma más profunda en nuestro cerebro y recordados por más tiempo.
Más allá del impacto que la primera vez tiene entre nosotros, lo que verdaderamente lo fija en la
memoria es posiblemente otra cosa: el esfuerzo por conseguir algo, el trabajo
que invertimos en el logro de algo.
¿De verdad nos marca tanto la primera vez? La
primera experiencia puede ser importante, pero no tiene necesariamente por qué
ser determinante en la persona. De mayor relevancia es otra cuestión: en qué
condiciones y circunstancias ocurre esa primera vez.
La mía tuvo lugar en Madrid a la edad de 22 años, el 2 de
julio de 1965 y lo hice pagando 300 pesetas. Antes, había tenido varios
escarceos, en A Coruña y en Madrid, pero nada tan imponente como lo sucedido
ese día y que, por su magnitud me mantuvo en fechas previas en un alterado
estado emocional, hasta conseguirlo. Una premiere
estelar que
recuerdo con nostalgia y ciertas dosis de fervor a pesar del semigatillazo anímico proporcionado por el evento.
Fue en la madrileña
Plaza de Toros de las Ventas donde, acompañado por 2.500 personas,
aproximadamente, lo hice por primera vez: asistir a un concierto de categoría
mundial, con la ilusión de un debutante en estas lides, viendo y escuchando en
directo a The Beatles.
“Beatlemanía” a la española
En 1962, el rostro victoriano de Gran Bretaña empieza a
mostrar un gesto distinto, anticonvencional, melenudo y popular, con el
nacimiento de un conjunto musical diferente: The Beatles. En España (salvando,
claro está, las distancias y los matices) se vivía a comienzos de la década de
los años 60 una etapa de prosperidad, con signos externos (había la posibilidad
de comprar, aunque fuera a plazos, un flamante seiscientos) que contribuían a
hacer más patente la situación de bienestar. Unas circunstancias políticas que
sirvieron para alimentar el ardor del fuego de la música pop y que permitieron,
aunque fuera a trancas y barrancas, la posibilidad de que los jóvenes
tuviéramos la oportunidad de escoger
nuestra música.
En esta situación llegan a España las primeras noticias de la
aparición de The Beatles, con unas fotografías que, de inmediato, provocan
conservadoras carcajadas de la mayor parte de los columnistas de la prensa
española. La indumentaria, el flequillo y el ritmo de sus canciones son motivo
de bromas descalificadoras. Se les llama ye-yés, melenudos, y en función a la
traducción literal de su nombre, escarabajos. La mayoría de los
profesionales de la radio de entonces, en sintonía con la prensa, los califican
como de “moda pasajera”. La sociedad adulta española se retuerce contra el
bullicio musical levantado por aquellos chavales de Liverpool que, con sus
gestos, anunciaban el comienzo de una revolución de las formas sociales.
Al tiempo que los mayores redoblaban sus ataques contra
aquella música ruidosa, los jóvenes españoles asumíamos su forma de expresión y
ratificábamos, eso sí, con la boca pequeña, la existencia legítima de una
música representativa de nuestros mundo particular. Poco a poco, la beatlemanía va saliendo a la calle y, con ella, parte de la juventud
española asume un nuevo comportamiento que se transforma en signos externos: el
pelo y la vestimenta.
Heterodoxo musical
Una vez alguien me llamó heterodoxo
musical exquisito y, a bote pronto, lo
consideré un insulto por creer que me llamaba otra cosa. Tuvo su gracia, ya que
mi interlocutor me había calado de inmediato, tras una
prolongada tertulia en la que había tocado diferentes palos musicales.
Este virus de la heterodoxia lo pillé en mis años mozos, a
comienzos de los 60, inoculándome gérmenes del pop británico que empezaban a
infectar a medio mundo: Dave Clark Five, Rolling Stones, Billy J. Kramer & The Dakotas, Animals, Searchers, Kinks, Herman´s Hermitis, Beatles… También
contagiándome, a la vez, con un sonido nacido en Detroit, que se autodefinía
como “el sonido de la joven América” y alteraba los biorritmos juveniles de los
que tenían la oportunidad de escucharla entonces. También era un adicto al blues, al rythm and blues y al soul, adentrándome tímidamente, empujado por estas corrientes
musicales, en el jazz.
La España musical de 1964
Uno año antes de la llegada de The Beatles a España los de
Liverpool arrasaban en todo el mundo y ejercían una dictadura musical
internacional acaparando en tan solo un año cinco primeros puestos de las
listas de singles y tres de álbumes. Un pleno total. Incluso habían logrado
colocar el single Love me do, que había llegado al
número 17 de las listas británicas, en el número uno de las norteamericanas.
Mientras esto sucedía, Los Pekenikes lograban el primer éxito
instrumental español. Lo hacían por casualidad, a instancias de Junior, que les
aconsejó introducir en su repertorio algún tema instrumental. Lo era Los cuatro muleros, hecho al estilo de formaciones
extranjeras como The Shadows, cuyo tema Apache era pieza obligada
para cualquier grupo que se preciara de tocar bien.
En ese año nacen Los Brincos
y muere el Circo Price madrileño (que se había convertido en la catedral
de la joven música española, después de dos años de festivales) a causa de un
demoledor ataque gubernamental. Cuenta José Ramón Pardo que el cierre fue
provocado por el diario madrileño Pueblo, que llevaba una
larga temporada desprestigiando a los asistentes a las sesiones matinales
–entre los que me encontraba– diciendo que no eran “ni estudiantes, ni obreros”. Al final quienes realmente movían los hilos consiguieron que Pueblo –con continuos ataques a través de noticias como “algunos
grupos de jóvenes, envenados por el ritmo a la salida del concierto, cometieron
desmanes y fechorías”– impulsara la
suspensión, por orden gubernamental, y para evitar males mayores de los
Festivales del Price.
La bomba: ¡Los Beatles
en carne y hueso!
Así estaba el patio cuando explota la
noticia de que Los Beatles vienen a actuar a España. Para preparar el
ambiente se editan los singles Twist
and shout, She
loves you y Roll
over Beethoven…. ¡Menuda bomba! Los Beatles llegaban a
España dispuestos a tocar ante un público que asistía al mundo del pop como
ante un espejismo en medio de un páramo. Aquí no venía nadie a
tocar y se hablaba de ellos como si fueran el terror mismo para la juventud.
Yo quería ir al concierto, a pesar de mis minusvalías financieras y del ambiente hostil que se había montado en
torno a él con informaciones de cariz disuasorio, aparecidas en prensa, radio y No-Do, que trataban de restar importancia a visita de los escarabajos. Una campaña de descrédito en la que se hablaba de posibles
desórdenes públicos en Barajas a la llegada de Los Beatles y de fuertes medidas
policiales para mantener en orden las incontroladas acciones de los jóvenes que
asistieran al concierto. Una campaña que dio sus resultados, ya que muchas fans
desistieron de ir a recibirlos al aeropuerto a pesar de que se habían
habilitado autobuses para tal efecto.
Aquellas alarmantes noticias echaban por el suelo la
estrategia que un grupo de amigos asiduos del Price habíamos estudiado para
poder colarnos sin pagar en la Plaza de Toros al considerar que la vigilancia
tapaba los resquicios por creíamos poder burlar a los porteros. Así que bajamos
de la carrilana que nos llevó desde
la Puerta del Sol hasta las inmediaciones de las Ventas, que estaban atestadas
de gente, y de grises a pie y a caballo,
pertrechados para disolver una multitudinaria manifestación.
Un poco acongojados por la magnitud del despliegue policial
nos dirigimos hacia las taquillas comentando sobre la localidad a comprar. En
estas que se nos viene encima una carga policial y... pies para que os
quiero. Los míos me llevan, no sin hacer
gestos de que iba a comprar la entrada a un policía montado que se acercaba,
amenazadoramente, hacia la cola de las taquillas. En la desbandada general
había perdido a mis compañeros de concierto y ni corto ni perezoso pido una de
segundo bloque de sillas por la que pago 300 pesetas –el precio de las entradas
iba desde las 75 a las 450 pesetas–.
Cuando faltaba media hora para que comenzara el concierto el
aspecto de la plaza era desolador. En realidad la plaza
estaba medio vacía, o medio llena, y había mucho más público fuera que en el
interior de la misma. En mi hilera de sillas estaban cinco personas, aunque
alejadas de mi silla, y me encontraba un poco raro, perdido, solo sin poder
charlar con nadie. Miraba a mí alrededor y a las gradas medio vacías buscando
al resto de mis acompañantes para recuperarlos, pero no los localicé. Se notaba
en el público que estábamos poco duchos en los conciertos en grandes lugares.
La llegada de mis vecinos de silla, una pareja que había
venido desde Medina del Campo y que como yo estaban sorprendidos por la poca
gente que estaba dentro, alivia la espera con una conversación en torno a la
grandiosidad de los amplificadores Vox colocados sobre un
escenario espartano.
Con Torrebruno –el amigo de los niños– como presentador,
empiezan a desfilar los teloneros. ¡Y vaya desfile!... El primero en aparecer
es un cantante llamado Michel, que consume su
actuación ante la indiferencia del público. Le siguen Juan Cano, Los Rustiks, Beat Chicks y Modern
Four. Cuando aparecen Los Pekenikes el ambiente empieza a bullir, escuchándose,
a manera de ensayo, las primeras corales histéricas de las fans afinando sus
gritos. Su actuación fue el prólogo de la llegada de los Beatles al escenario.
Llegada que sale a anunciar el inefable Torrebruno –metro y pico de simpatía y
estatura– ante el griterío de buena parte de las aproximadamente 2.500 personas
que estábamos salpicando las sillas y gradas de Las Ventas –a los dos días, en
Barcelona asistieron 18.000–.
Vestidos de negro, imitando
cuando podían las poses flamencas más tópicas, aparecen Ringo, Paul,
George y John (con sombrero cordobés). Tuve la sensación de estar viviendo un
sueño. No me podía creer que estuvieran allí, delante de ellos, cantando “C´mon, c´mon, c´mon baby”... ¡Twist
and shout!, que fue la
primera canción. Pero era cierto, a pesar del sonido muy deficiente y de que
las canciones se percibieran más que escucharse entre el griterío del público,
poco, pero muy chillón. Tocaron doce canciones, entre ellas She´s a woman, Love me do, Can´t buy
me love, I feel fine, Hard day night, Ticket to ride, y se despidieron
con
Long tall Sally.
Un caché
de un millón y medio de pesetas
De los de entonces… Esa fue la cifra que cobraron los
Beatles, según lo publicado por la prensa por un mini concierto de 35 minutos de duración. Al término del mismo,
las valoraciones de los asistentes fluctuaban desde el entusiasmo y la
desilusión. Personalmente, no me habían
tocado la fibra del entusiasmo, ya que en mi fuero interno esperaba más… otra
cosa.
Ahora, con el paso del tiempo, aquella pobreza de sonido y mi
parcial desilusión han sido borrados del disco duro de mi memoria y sólo queda
el recuerdo de haber estado en el primer concierto de los Beatles en España,
que, a la vez, fue mi estreno a nivel internacional. Y la primera vez siempre
se inmortaliza.